27.5.10

dos

Pero cuando el sol había pasado su cénit, tú seguías ahí, te podía ver desde mi hoja, pálido y febril, bien oculto bajo tu capa de viaje, camuflado entre sombras, desapercibido a los ojos curiosos del bosque, pero mis ojos no conocen otro claro que este claro que tú elegiste como refugio y conozco cada hoja y cada rama, cada piedra y cada escondrijo. Y aunque a Señor le hubiera gustado que le hiciera caso y me quedara ahí donde él pensaba que estaría, tu hechizo fue más seductor y tu necesidad más apremiante. Del almacén de la curandera, saqué limaduras de sauce, ungüentos y barbas de la anciana, un musgo que crecía en lo alto de los árboles cercanos al lago. Llené con agua fresca del riachuelo un viejo odre olvidado y mientras los demás dormitaban al sol de la tarde, me escabullí entre las hojas hasta quedarme a tu lado, sin que me percibieras en tus sueños febriles. Parecías tan pequeño desde lo alto de las ramas y ahora, desde las raíces eras enorme, un monstruoso ser, todo pelo y narices. Pero sabía qué tenía que hacer. Mezclé las limaduras con el agua y limpié la herida, con los ungüentos y el musgo te preparé un vendaje mientras te oía desvariar en sueños. Rellené tu odre con el mío y me escondí a tu lado, atenta a que te bajara la fiebre. Cuando ya empezaba a oscurecer y comenzaba a tener claro que mi ausencia se habría notado, reaccionaste y del susto casi me caigo de mi refugio. Tan rápida como pude me encarame a tu morral justo antes de que te pusieras en marcha. Cada paso nos alejaba de mi mundo, cada paso era un mundo nuevo y cuando cruzaste el riachuelo comprendí que ya no había vuelta atrás.