27.4.10

uno

Desde mi hoja se veía el claro donde los días de fiesta nos reuníamos a esperar los viejos cuentos del viejo viejo Señor, sentados en la gran piedra negra caliente después de todo un día al sol. El claro que usaban de vez en cuando las caravanas que seguían la ruta del norte, pasando por los pueblos alejados vendiendo maravillas compradas como baratijas en alejados parajes desde donde traían historias cargadas de calor, arena, serpientes y seda. La gran mayoría de las caravanas eran grandes y estrafalarias, con carretas pintadas, música y comida, que contaban cuentos de magos y reyes, intrigas de palacio, asesinato y héroes. A Señor no le gustaba, pero muchos de nosotros nos escondíamos entre las ramas cercanas y espiábamos, soñábamos con lejanas ciudades y podíamos pasarnos semanas representando sus cuentos, bajo la sombra de nuestro bosque, la única ciudad que nos conoce. En ocasiones veíamos las carretas de las ciudades móviles de los gnomos, siempre alertas y ocultos, nunca hacían mucho ruido, al menos no hasta que estabas bastante cerca del corrillo, más allá de los escudos ilusorios con los que se protegían por las noches. Sus cuentos hablaban de bromas y engaños ocurridos mucho tiempo atrás, antes de lo que ellos llamaban El Pequeño Malentendio, antes de que se exiliaran en sus pequeños carromatos a las altas montañas del norte que formaban parte de sus más antiguas leyendas. Otras veces las caravanas no eran alegres, cargaban llanto y desolación, eran caravanas de muerte, con jaulas llenas de esclavos y hedor. Y esas noches, que solían ser más largas de lo normal, Señor estaba más atento y preocupado, controlando a los más jóvenes y siempre atento a los puestos de observación. Pero a nadie le quedaban ganas de explorar esas noches, no quedaban ganas ni de dormir. A la mañana siguiente, cuando se hubieran marchado y el peligro se esfumara, ya habría tiempo de dormir. Y desde mi hoja, un verano tranquilo, te vi llegar, montaraz, creyéndote solo y a salvo, lamiéndote las heridas de la última pelea, preparándote para el siguiente combate, alerta a la próxima emboscada. Y como las sombras de los bosques no solían contar historias, ninguno de aquellos que aguardaban a que el viejo Señor se diera la vuelta para encaramarse en las ramas te prestó demasiada atención. Pero a mi me hechizaste y escondida te escuché soñar con mundos lejanos y un futuro más justo, casi era una plegaria a unos dioses que hace tiempo dejaron de escucharte antes incluso de que dejaras de creer en ellos. Y ahí te quedaste, alerta a los ruidos de la noche, atento a una lejana tormenta. Y yo me quedé allí, mirándote entre las hojas hasta casi el amanecer, hasta que Señor me arrastró hasta mi escondrijo, de donde, me dijo, no saldría hasta la siguiente primavera. Y me resigné a no volverte a encontrar.